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Érase una vez un pequeño infante alegre, de cara redonda, ojos limpios y uñas sucias, juguetón, aventurero, pero tímido y tranquilo. Medía no más de cinco o seis palmos, y marcaba con orgullo sus diferentes alturas en el marco de madera mellada de la puerta de la habitación de su madre.
Caminaba cierta mañana de otoño cerca de la orilla del manso riachuelo que atravesaba el campo de sus abuelos. Miraba con curiosidad las hojas que flotaban en el agua arrastradas corriente abajo cuando le llamó especialmente la atención una hoja grande de arce, color marrón claro, sobre la que un escarabajo pelotero flotaba a salvo de morir ahogado en la corriente.
Decidió seguirlo, pues se imaginó al escarabajo brincando ágilmente desde el borde de la hoja hasta uno de los márgenes del riachuelo para ponerse a salvo, y no entraba en su cabeza perderse semejante acrobacia.
Caminó y caminó rio abajo, siguiendo su recorrido mientras observaba como el escarabajo, titubeante, se movía alrededor de la hoja sin decidirse a saltar. Algunas veces tuvo que apartarse de los márgenes del arroyo, pues el follaje y las rocas le impedían el paso, incluso en alguna ocasión tuvo miedo de alejarse demasiado y perder de vista la singular hoja poblada por su curioso único habitante. Pero fiel a su determinación sorteó los obstáculos hasta volver a encontrar el camino.
Así, casi sin darse cuenta, siguió caminando, caminando y caminando, y tanto se alejó, que se percató de que nunca había estado tan lejos, solo, y alejado del cobijo de cualquiera de sus familiares. Dudó, y tuvo miedo de que lo echaran en falta, pero se dijo se dijo a si mismo que si conseguía ver el espectacular salto, al menos volvería a casa con una historia bonita que contar, y sus abuelos y su madre no le reñirían, por lo que se autopersuadió para continuar.
Y caminó, y caminó, y caminó, y caminó, y el riachuelo llegó, al atardecer, a su desembocadura en el mar. Y la hoja, flotando al vaivén del oleaje de las olas marinas, fue perdiéndose lentamente en la distancia. Sin embargo…, algo sucedió justo cuando estaba a punto de desaparecer del alcance de su vista, distinguió como un pequeño puntito negro parecía saltar de ella.
Tan lejos estaba el puntito, que no distinguía si el torpe y zigzagueante vuelo lo acercaba o lo alejaba de él, hasta que por fin se dio cuenta que se dirigía en su dirección. Es más, para mayor asombro fue a posarse a justo a sus pies, y él, de alegría y alborozo, comenzó a dar saltos de felicidad.
Pero no acabo todo ahí, para su estupor el escarabajo, caminando muy, muy despacito, dejando una fina estela dibujada en la arena, se acercó a sus pies y se paró a mirar a esa enorme personita que tenía delante. Extrañado, el niño se agachó, y con toda la delicadeza con la que sus pequeñas manos inexpertas fueron capaces, lo cogió poniéndoselo en la palma de la mano derecha y levantándolo hasta la altura de sus ojos.
El negro insecto comenzó a hablar y le dijo:
"Llegado el momento, tú mismo transitarás un río. Se valiente como hasta ahora y no te dejes arrastrar indeciso hacia el mar, salta a la orilla y aventúrate a descubrir que hay allí."
Y el escarabajo despego de su mano, alzo el vuelo en dirección a las nubes y desapareció en adentrándose en el mar.
El niño, había leído cuentos, pero nunca había sido protagonista de uno de ellos, por lo que en su pequeña cabecita reinaba la confusión, así que aún sin entender muy bien qué acababa de suceder, se giró y comenzó a caminar de vuelta a casa de sus abuelos.
Pero…, mientras se marchaba miró un momento hacia atrás, advirtiendo que al fondo, en el horizonte, justo donde el sol estaba a punto de ocultarse, se condensaba una nube que al él, ignorante y bisoño meteorólogo, se le asemejó la figura de un hombre sentado.
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