Vaaale, de acuerdo, mis pertinaces seguidores, es cierto, les tengo abandonados. ¿Cómo puedo faltarles tanto a la sabia costumbre de relatarles mis tribulaciones?, se preguntan, ¿no? Yo mismo me lo pregunto, y aunque la respuesta no os sirva de excusa, es al menos una tímida explicación a mis sonadísimas ausencias. La respuesta es una mezcla de desidia y deseo, si es que pueden mezclarse agua y aceite. Deseo por lo frenético del ritmo de mis actividades y desidia porque el agotamiento que me produce dicho ritmo, me proporciona excusa fácil para no atender mis obligaciones para con ustedes.
Cosas que contar no me faltan, lo difícil es decidir a cual dedicar el tiempo/esfuerzo necesarios para relatarlo antes de encontrar/hacer algo aún más interesante que contar (reconozco que el calor que está haciendo por estos lares no contribuye en absoluto a que me siente a redactar nada). Quizá el tema de hoy, no sea el bocado más suculento que vuestras mentes puedan digerir para saciar vuestro apetito de curiosidad, pero es el que me viene al pelo en estos instantes. Hablemos de nuevo de un libro.
Los que han tenido la osadía de penetrar en mi “fortaleza de la soledad”, remanso de paz donde curo las heridas de mi cuerpo y mi alma, a la vez prisión de mi pasado y puertas a mi futuro, habrán visto la fotografía de un “niño de la guerra” colombiano que con expresión característica, mezcla de inocencia, incredulidad y terror, parece preguntarle a quien la observa todo aquello que un niño en sus circunstancias se preguntaría acerca de la locura en la que está sumergido.
Y se preguntarán, que pinta ese niño de la guerra aquí y ahora, ¿no?
Esta tarde antes de tomar el metro a casa, sabía que apenas me quedaban unas páginas para terminar el libro que da título a este post, casi me daba miedo llegar hasta el final de un relato que me tenía enganchado desde la primera página, no por miedo al final, sino porque absorto con su lectura, no quería que terminase, pero aunque suene tópico: Todo lo que comienza, algún día acaba.
Mientras venía en el metro y leía los últimos párrafos del libro, mecido por el suave vaivén de los vagones desplazándose sobre los duros railes de la vida, pensé: ¿Qué cara tendría ese niño? Intenté ponerle rostro al protagonista del libro, un niño (salido de la fertil pluma de Orson Scott Card), que tan pronto tuvo conciencia e identidad propia, fue entrenado, inducido, manipulado y explotado con el único fin de hacer la guerra, una guerra que lo arranca de su infancia y le obliga a la asumir la responsabilidad de cargar con un peso que sus pequeños hombros soportan porque no conoce otra vida que esa y porque sobre ellos han depositado toda esperanza de futuro de sus seres queridos y por ende de la humanidad. Bajo la apariencia de una novela de ciencia ficción habla de tantas cosas… de niños prodigio, de sentimientos, de filosofía, de principios, de política, de poder, de diálogo entre culturas, de dolor, de presión, de muerte, y sobre todo de infancias perdidas. Se ve obligado a endurecer su corazón, pero de una manera reflexiva decide asumir la responsabilidad con la que lo han lastrado, aunque para ello durante su camino se vea obligado a cometer actos deleznables que lo atormentarán posteriormente.
Llegando a casa, asombrado por el final y con el libro aún caliente entre mis dedos, solté la maleta y junto a ella vi la imagen del niño colombiano. Súbitamente un puzzle pareció encajar en mi mente, por fin pude ponerle cara a Ender, y tal como lo he sentido os los lo he contado.
Un saludo, Damas y Caballeros!!!
P.D.: A punto he estado de cambiar la temática del post de hoy y hablarles del mágico concierto del cantautor portuense Javier Ruibal, al que tuve la fortuna de asistir ayer en el marco de las “III Noches de Verano en el Palacio de la Buhaira”, pura poesía y sentimientos musicalizados!!!