Allí se encontraba aturdido, aún conservaba en su mano la daga con la que ferozmente se había enfrentado a la guardia personal del Cadí. Eran seis hombres de mediana estatura, puede que incluso uno de ellos fuese mujer, y aunque no supo reconocer a ninguno de ellos, algo le decía que detrás de esos rostros cubiertos se ocultaba alguna de las caras con las que acababa de compartir pastelillos árabes en la jaima del gobernante de la ciudad a la que acababa de llegar.
Dos de ellos llevaban cosidos en la casaca una media luna inclinada a la derecha y con el arco superior adornado por una estrella de cuatro puntas verdes, casi sin duda se trataba de los miembros de la guardia personal del cadí. No debió creer que mi persona fuese a resultarles un visitante demasiado incomodo a sus entrenados secuaces puesto que la insignia cuadrada bordada en azul que identificaba al resto de los miembros del grupo indicaba que se trataba de guerreros de tropa.
- Pero qué clase de hombre es Shamir. Recibe a un mensajero de dios y lo ataca por sorpresa enviando el Pacto de las Ciudades al infierno. – pensé mientras observaba como se desprendían de sus capas justo antes de iniciar su ataque.
El más alto y fornido de los miembros de la guardia miro rápidamente a su compañero para decirle algo que no llegue a entender - usaban un dialecto que apenas reconocía, supuse que de la provincia sur de la región de las dunas pues apenas había visitado la zona el tiempo suficiente para aprenderlo - Fuese lo que fuese que dijo, obtuvo como respuesta una clara mueca de ironía y un gesto con la mano que parecía sugerirle en tono burlesco:
- Venga chulo todo tuyo… a ver si eres tan bueno como dices. Vamos a divertirnos un rato.
Decidió atacar el primero. Aquel bulto que sobresalía de su capa y que estaba cubierto de una tela basta de grueso esparto trenzado en forma de redecilla tupida, resultó proteger la hoja de una gran cimitarra. Mientras la extraía de su funda me fijé en que el metal de la hoja apenas si se encontraba gastado, la impoluta limpieza del mango me hizo pensar que debía desenvainarla con poca frecuencia por lo que supuse que no iba a ser un rival demasiado difícil.
Se dirigió hacia mí de frente, sin miedo, cargando frontalmente con la cimitarra asida fuertemente apuntando hacia atrás con intención de blandirla en un rápido movimiento de barrido para cortarme por la mitad en un gesto típico del que siega el trigo en los campos de cultivo en otoño.
- Debió ser agricultor antes de ser reclutado para servir a su señor. – Pensé, imaginando un inmenso campo de trigo dorado barrido por una suave brisa al atardecer.
Diez metros de carrera lo separaban de mí. Me encontraba en clara ventaja táctica pues la calle empedrada donde me habían abordado subía ligeramente hacia la mezquita a donde me dirigía. Me apreste a recibir la embestida del lacayo enfurecido.
- ¿Cuántas vidas he de segar, oh Alá? Juré defender la sabiduría de los hombres desde la fuerza de la palabra, me eduqué para la paz, para el diálogo y para la defensa de la verdad, pero como me has conducido por este camino, ¿acaso no es él tan merecedor de un futuro, como aquellos a los que me envías a defender? – No obtuve respuesta, ni una señal, nada.
Las sombras del olivo que crecía en la esquina de la calle me tapaban la cara y mi propia sombra alargada aparecía envuelta de los brazos vegetales de las ramas del árbol. Justo cuando el lacayo pisó la sombra del árbol eché mano rápidamente a la daga plateada con el mango envuelto en tensa seda roja que, algo grasienta del sudor absorbido, tenía alojada en mi cintura junto al saquito con el amuleto sagrado, el pergamino del tratado y las 30 monedas. La cogí con la mano derecha y extendiendo la izquierda hacia adelante para tomar impulso, la lancé con precisión apuntando al cuello del salvaje atacante. La seguí con la mirada en su lento vuelo hacia el cuerpo de aquel hombre y me dije:
- Ahí va tu destino. Ojalá tu muerte sea recompensada justamente en el cielo que tu religión promete a los que muren en combate, pues te lanzas a ello sin dudar, con valor, y sin saber que el enemigo al que te enfrentas tiene sellado tu futuro.
Cuando su vuelo llegó a unos centímetros del cuello cerré los ojos. Ya había visto demasiadas veces la cara de sorpresa y de espanto de quien pierde su vida en un instante. El color de la sangre a veces se muestra tan intenso que su brillo permanece en la retina aun cuando apartas la mirada para evitar que te salpique. Escuché el sonido del metal penetrando en su carne y seccionándole el cuello. Intentó gemir de dolor inútilmente, le había cortado las cuerdas vocales, y lo escuché caer abatido con un golpe seco de su mano derecha en el suelo en un vano intento de proteger su cara de la caída mientras con la izquierda trataba inútilmente de cerrarse el profundo corte por el que la vida se le escapaba en segundos.
Vi como al instante el resto de los miembros del grupo se miraron entre si, incrédulos, al contemplar la cruel limpieza con que uno de sus compañeros había sido abatido rápidamente por un desconocido al que a priori habían juzgado como presa fácil.
- ¿Quizá el hombre que los envío a buscarme no les apercibió adecuadamente del historial de su objetivo? ¿O acaso pensaba que quizá yo fuese un impostor y no la persona que decía ser?
Enjuto, de tez blanquecina, así era el segundo atacante. Probablemente de la zona montañosa al oeste del valle de Eshanir, donde las escarpadas montañas y el desierto una vez compartieron la insólita presencia de un riachuelo que bañaba de plata, al ocaso, a los pocos hombres que aventuraban sus cuerpos de seca constitución por las sinuosas gargantas de las montañas que lo unían al resto de reino. De esa zona debía ser, tenía entendido que las tribus criadas allí habían aprendido a defenderse de las periódicas razias con que los camelleros y otros viajeros agasajaban a los moradores de sus poblados en busca de alimentos y provisiones usando una técnica poco común de defensa: Un pesado guijarro de piedra negra de las montañas perforado en el centro, atravesado por una cuerda de casi dos varas de longitud, elaborada con fibras de fino cáñamo trenzado, taponada en ambos extremos con sendas piezas de colmillo de jabalí, afilado a modo de cortantes navajas.
Me miró de abajo a arriba, estudiándome. Ya no cabía sorpresa posible, había visto perfectamente como me deshacía con facilidad del primero de los atacantes. No veía en su cara ningún rictus de venganza por el la muerte de su compañero, por lo que durante un momento llegue a pensar que ellos eran simples compañeros de armas como otros de tantos con los que habrían compartido destino, pero sin más implicación que la mera camaradería profesional.
Se separó tres cortos pasos de los otros cuatro integrantes del equipo, y comenzó a desliar la cuerda que, colocada alrededor de su torso, lo rodeaba de espalda a pecho en forma de cruz. La maza central estaba decorada con pinturas geométricas de color amarillo y verde oliva. Flexionó sus piernas y las separó arqueándolas perpendicularmente a mí, a la vez que doblaba la cuerda a la mitad de su longitud y estirándola sujetó con una mano ambos dientes de jabalí y con la otra la pesada maza. Giró rápidamente cadera y, a modo de resorte, ayudándose con el resto del cuerpo imprimió gran velocidad a la pesada pieza central, que salió disparada en mi dirección. Apenas me dio tiempo a agachar levemente la cabeza lo justo para que por unos centímetros me librase del fuerte impacto que me hubiese destrozado el cráneo, aunque no lo suficiente para evitar que durante el retroceso el afilado diente de marfil consiguiese enganchar el hombro de mi camisa rasgándome fácilmente la tela.
- Falló. ¿Que te pasa? Es solo una cuerda y una piedra. No te dejes distraer por tan sencilla apariencia. Es un arma simple y previsible, pero un arma a fin de cuentas, destinada a segar vidas. – Pensé. Estaba cansado, y el calor y la fatiga comenzaban a hacer mella en mi capacidad de concentración.
Lo intentó una segunda vez, el mismo movimiento circular de cadera y el rápido disparo de la maza, retenida en último extremo por el tope de diente de jabalí, pero ahora apuntando al torso. Ésta vez en cambio intenté atraparla sujetando firmemente la cuerda con ambas manos.
- Error, imbécil, ¿Cómo se te ha escapado? – Llegue a decirme en voz baja. Noté como se me escurría sin más de entre las manos por culpa de una maloliente película de grasa de camello con que estaban untadas tanto cuerda como maza central.
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