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Confesiones/crónicas de un internauta asombrado.

15. febrero 2020 21:00
by Gunner
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Relato: Zen dream.

15. febrero 2020 21:00 by Gunner | 0 Comentarios

L@s que ya han leído el relato que les traigo a continuación me preguntan que cómo me ha dado por escribirlo. Bueno... tiene una respuesta fácil. Últimamente estoy leyendo mucha literatura japonesa (llegué a ella gracias a Murakami y la insistencia de una joven dama). Como sabrán, la literatura japonesa es una mezcla sutil de lo real y lo imaginario, de moralejas y/ó lecciones sobre la vida, en la que los hechos son narrados con la exquisitez y minuciosidad propia de su idiosincrasia. Quizá, lo único que me moleste de su estilo sea la lentitud con la que, en general, avanzan los acontecimientos. Es decir, describir la simple caída de una hoja, puede consumir páginas y más páginas de elucubraciones materio-oníricas. Pero eso... no necesariamente malo, pues suelen ser páginas llenas de hermosura, requiebros e introspecciones literarias, que en la mayoría de los casos merece la pena leer. Así que (retomando el hilo de mi introducción) decidí escribir mi propio relato japones. Es un poco más largo que otros relatos a los que habitualmente les tengo acostumbrados, peeero... seguro que les gusta.

Entremos en materia, no sin recomendarles que mientras escuchen un poco de Shakuhachi:

   

Junichiro se levantó acelerado, con la respiración entrecortada, casi jadeando. El sudor le resbalaba por la frente y podían notarse las marcas húmedas de su espalda sobre el tatami de la habitación.

Cerca de Kyoto, en las faldas del monte Daimonjiyama, el otoño iluminaba de tonalidades rojizas el momiji de los árboles que rodeaban el templo Zenrinji, cuya belleza se veía aumentada durante la noche, por iluminación nocturna que ofrecía el santuario. Junichiro llevaba ya algunos inviernos en el templo como asistente del maestro Umezaki, quien lo estaba instruyendo en el arte de los haikus.

Hacía frío en la habitación donde se encontraba, algo alejada y situada cerca de los retretes del recinto. Llevaba puesto apenas unos calzones cortos, por lo que se cubrió rápidamente con su haori y corrió, atravesando el jardín y el resbaladizo puente sobre el estanque, hacia la zona noble del templo, donde se encontraba el pabellón en el que residían los monjes.

Al llegar a ella, buscó la habitación de Umezaki. A través del shöji, percibió la luz de la llama de una lámpara, por lo que supuso que el maestro aún estaría despierto, trabajando en alguno de sus poemas.

Se agachó, y de rodillas, con el peso del cuerpo apoyado en los pies, desplazó suavemente el tabique móvil formado por cuadrículas apretadas de grueso papel blanco.

El maestro se mesó la barba, una barba tupida, blanca, trenzada de manera intrincada, acabada en un fino y apretado nudo de pelo. Viendo a su pupilo al otro lado del marco, le preguntó:

- Junichiro, ¿qué haces a estas horas frente a mi habitación, y con ese aspecto tan desaliñado?

- Maestro, siempre me has dicho que los sueños son el reflejo de nuestro interior y nos dicen quiénes somos.

-Así es, muestran realmente lo que la máscara de la mirada esconde.

Umezaki miró los ojos turbios y azorados de Junichiro y, leyendo su expresión, adivinó que algo trascendental había alterado la serenidad de su aprendiz.

- Dime, Junichiro, ¿qué sueño ha alterado tu paz interior?

- Maestro, - dijo con cierto nerviosismo - he soñado que jugaba al borde de una de las albercas donde se tiñen las sedas y los linos con los que elaboramos los ropajes de los miembros del santuario.
En mis manos sostenía una fina caña de bambú, larga, flexible, puntiaguda y afilada, cortada en el estanque del jardín, junto a la muralla norte del templo. Jugaba a tocar los pequeños peces coloridos que se dejaban ver nadando cerca de las flores de loto azul. Estas flotaban hermosas sobre la superficie acristalada del agua, animando a los peces a cobijarse bajo ellas y juguetear entre sus enmarañadas raíces.
Encontraba varios peces, los tocaba, pero no los ensartaba. Observaba cómo a ellos les molestaba ese juego, pues el extremo punzante de la caña podía fácilmente atravesarlos. Por ello, estuve a punto de dejarlo.
Molesté además a otro de los peces. Diferente, algo más grande, aplanado, blanco moteado. Tras tocarlo, mientras yo caminaba por el borde de la alberca, veía que me seguía. De pronto, al volver a tocarlo por segunda vez, noto que se aproxima al borde de la alberca y comienza a asomar su cuerpo. Angustiado, mientras se va alzando, compruebo que se trata de un pez de enorme tamaño.

- ¿Cómo pude confundirme? - pensé.

Supuse que la refracción del agua había hecho que pareciese de menor tamaño de lo que realmente era. Poco a poco va emergiendo a la superficie e intenta comerme, tratando de tragarme con su gran boca pegajosa. Su cuerpo, aplanado, parecido al de una carpa, era tan grande como el de una ballena. Su piel, blanca, resbaladiza y maloliente. Su cabeza, grande, con bigotes en los extremos de la apertura dentada de la boca.
Mientras me perseguía, corro intentando escapar y creo sentir que alguien me observa. Me digo a mí mismo:

- ¡Voy a quedar fatal! Me va a comer. ¡Solo estaba jugando!

- Encaramándome por el borde de una de las paredes laterales, veo cómo me libro saltando hasta el borde de la alberca más cercana. Observo cómo el pez enorme pierde interés y se vuelve a sumergir en el agua. Pienso que me he librado por poco.

-Maestro, por favor, pon algo de luz en mi sueño.

Umezaki respiró profundamente y, con un pausado gesto de la mano, indicó al joven aprendiz que pasase y se situase junto a su kotatsu, pues debajo de ella había un brasero que servía para calentar los pies. Así, al menos, conseguiría calmar el frío que atenazaba la respiración de su alumno.
Le ofreció un poco de té caliente en un cuenco lacado de cerámica gris, que, bajo la cálida luz de la lámpara de aceite que iluminaba la habitación, mostraba el color de la pátina de vejez que cubría todos los elementos de su vajilla.

- Junichiro – llegó a decir el maestro. Y, cerrando los ojos y apretando levemente los labios, respiró lentamente por la nariz. El sonido su respiración al fluir era tan acompasado, que el atribulado alumno comprendió que estaba meditando seriamente su respuesta.

Pasaron unos minutos, y por fin el maestro haikuista dijo:

- En la esencia del sueño está la esencia de la respuesta.

- Pero, maestro Umezaki… no entiendo cómo el sueño puede ser a su vez la respuesta al propio sueño. Intuí que algo malo iba a pasarme. Presentí mi futuro mientras veía cómo el pez me intentaba tragar.

A veces la expresión del rostro de una persona lo dice todo, y el gesto del joven aprendiz manifestaba claramente al maestro que su discípulo no era capaz de ver más allá de la superficie. Lo asumió. Sabía que aún era un mero estudiante, y compasivamente se dispuso a darle una lección sobre el significado de los sueños.

- Cada elemento de tu sueño es un símbolo, y tiene su explicación y significad: el bambú afilado, el agua, el azul del loto... Pero vamos al elemento central de tu sueño: los peces.

Detuvo un momento su explicación para cerrar el shöji y evitar que la habitación siguiese enfriándose. Agitó con una varilla metálica el carbón del brasero, volvió a inspirar profundamente y, tras soltar el aire descinchando sosegadamente el pecho, prosiguió:

- Los peces son los problemas a los que te enfrentas, de todos los tipos, de todos los colores. Tú los abordas, los afrontas, y los resuelves con ligereza, despreocupación y sin miedo. Pero hay uno, uno en especial, blanco, del color de la pureza, uno que te preocupa especialmente.

El semblante del maestro, relajado hasta entonces, cambió. El juego de luces y sombras que producía la luz amarillenta de la lámpara, acrecentaba la severidad de su expresión.

- En ese problema te va la vida. Te preocupa, y te ha llegado a preocupar tanto, que tienes demasiado miedo a que perturbe tu existencia. Afortunadamente, en el último momento has saltado y te has liberado.
No sé cuál es el problema que te corroe, ni quiero saberlo. Es tu problema, lo dejo para ti, para que crezcas, pero sí te diré que has conseguido superarlo. En el último momento... pero lo has superado. Una cosa más te diré, mi apreciado pupilo. Ten cuidado, te advierto… la vida está llena de albercas.

- Gracias, maestro, por mostrarme tu lucidez en la oscuridad de la noche. – dijo Junichiro, aún perplejo por la claridad de la respuesta, inclinándose varias veces con las palmas de las manos unidas frente al pecho, a modo de reverencia.

El aprendiz se terminó el té y el maestro, con delicadeza y esmero, limpió y recogió el cuenco, depositándolo junto al resto de la vajilla. Se miraron un momento expresando gratitud y condescendencia respectivamente. Y, caminando de espaldas a la salida, el alumno se alejó hacia su aposento.

- Junichiro – dijo por último el maestro - Si el pez te hubiese comido, habrías muerto. Habrías fracasado.

Fin.  
    


A veces los problemas asaltan nuestro subconsciente cuando más relajado está, y se genera un lucha interior en la que nuestra mente suele ser nuestro peor enemigo. No se… por ejemplo una enfermedad grave. Hablar de ellos es un tema harto delicado, pero detrás de este relato está la lucha de muchas personas que se enfrentan a las preocupaciones que las agobian. La esperanza siempre está ahí a pesar del desánimo. La lucha es el camino, la curación/solución está al alcance de la mano, y gran parte de la gente que los ha superado acaba viéndolos, con un resoplido, como una pesadilla.
Algo a lo que no damos importancia puede convertirse en un terrible animal que nos devora, y del que a veces conseguimos zafarnos en el último minuto. Una vez resuelta la situación, volvemos a la realidad y, lo que en sueños nos agobiaba, queda finalmente en nada. Debemos, tenemos, estamos obligados que aprender de ello.

Un saludo, Damas y Caballeros.

P.d.: Tengo que reconocer que he recibido la ayuda de algunas personas. Me gustaría mencionarlas: Mi gratitud, a María, a la que siempre agradeceré que, con su clara mirada de brujita blanca, siempre me haga duras críticas constructivas. A una exótica dama que me dejo "tirado" una noche, dándome el tiempo necesario para coger teclado y ratón, y enfrentarme a una pantalla en blanco con la que distraer mi mente. Y por supuesto a mi amigo, magnífico dibujante y gran arquero, Carlos, que a pesar de su ajetreada agenda ha sacado tiempo para ilustrar el relato con el excelente dibujo minimalista que lo acompaña. Como siempre, votos (abajo, pulsando sobre las estrellitas) y comentarios pulsando en el enlace azul cerca del título, gracias.

Yell

21. octubre 2018 04:08
by Gunner
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Relato: La Cochera.

21. octubre 2018 04:08 by Gunner | 0 Comentarios

Para cada cosa hay su momento, y en este caso, antes de poder publicar este relato, era de rigor esperar a que aconteciese lo que ha sucedido esta noche.
Y como cada relato al que os asomáis, mis bienquistos lectores, tiene su historia, también noctambula, otoñal, y algo crápula.
El día en que lo concebí, tras una agotadora jornada de trabajo - mañana y tarde duras hasta límites insoportables - necesitaba despejarme, desconectar y hasta olvidarme del mundo; de modo que cuando me ofrecieron quedarme a "tomar la última", ni pude ni quise decir no a las dos bellas damas que me lo brindaron. En el local, "La cochera", situado en un conocido barrio sevillano, hablamos de la vida, del amor y de tango. Es llamativo notar ese regusto que te deja en el alma abrir tu corazón ante personas dispuestas a compartir, en armonía, parte del suyo. Mientras compartíamos, las escuchaba hablar, las observaba, e intentaba retenerlo todo; Dos mujeres, dos puntos de vista, y un hombre de por medio, yo. Gracias a esa "última", llegué a casa, con saborcillo a día que ha merecido la pena vivir.

Fruto de ello, de la euforia del encuentro y de una noche de WhatsApp e insomnio, es el relato que os presento a continuación (recomendación, pónganse algún tango mientras lo leen):

  

Río de la Plata, “La Cochera”. Córdoba.

Dos mujeres con voz de humo y desesperación cantaban tangos y lamentos en un pequeño teatro. Entre bastidores se confiesan sus amores perdidos…

La cortina se abrió lentamente. Mientras, los acordes de un bandoneón gemían compases espaciados para tomar el pulso al publico.

A la derecha del escenario, una de las dos apartando la cortina lo justo para alcanzar a ver el patio de butacas y las gradas, Ella. Cientos de veces había repetido la misma liturgia. Asomarse, echar una mirada furtiva al público, levantar la vista hacia arriba, fijarse en los canales por donde circulan las poleas y el cableado que mueve la tramoya de los fondos del escenario, santiguarse, respirar hondo, y salir al centro del escenario con paso femenino y seductor.
Al otro lado del escenario, una figura fuerte, alta, hermosa y casi masculina, se relajaba fumando un pitillo. Ella era Él. Tabaco de Tucumán, el único que conseguía calmarle los nervios. Siempre, al liarlo, dejaba una marca de carmín rojo en cada en el extremo, marcando con especial pasión en aquel por donde se le prendía fuego. Era su “sello”, y lo usaba. Lo usaba como arma personal, como arma de seducción, para conquistar a los hombres, para ponerlos a sus pies. Se los daba a fumar por la marca roja, y les decía “Es lo mas cerca de mis labios que nunca vas a estar”. Caían como moscas…

La Cochera”, estaba a reventar. En ese pequeño teatro experimental, con aforo para unas mil personas, independiente, alternativo y situado en el mismísimo corazón de Güemes, en la ciudad de Córdoba, ese día apenas cabía un alma más. Apiñados como sardinas en lata, sentados en los palcos, sentados en las escaleras que descendían al patio, algunos de pie en los laterales. El patio abarrotado de ojos, de sombreros y de plumones. Todo ocupado, todo caldeado, pura expectativa. Todo, menos el tercer asiento de la fila ocho del lado derecho. El mejor de todos, con la mejor perspectiva.

Todos sabían por qué estaban allí, todos esperaban el encuentro, todos sabían su historia, todos querían ver cómo se acercaban. Cómo Ella y ella, cómo ella y Él, se enfrentarían a su pasado, a ese asiento de la fila ocho.

Paró el bandoneón, el murmullo del público cesó, el humo del tabaco de Ella – Él - pareció detenerse también. El director de escena señaló al mozo, y este le pidió el pitillo. Ella miró de reojo al ayudante, pero no se lo dio. Lo tiró al suelo y lo pisó con desprecio.
Con el pie izquierdo, avanzó hacia la primera tablilla, impregnada en talco. Cargó el peso en el tobillo y, soltando la bocanada de humo que aún guardaba en sus pulmones, salió al escenario con el derecho. Desde el ala izquierda, arrastró con la mano parte del telón para que el público apreciase el movimiento de los pliegues de la tela de terciopelo rojo al volver a su posición de recogida.

Ella desde su esquina lo vio perfectamente. Para ella, Él pareció entrar a cámara lenta, altiva, segura, rotundamente bella. La odió nada más verla entrar. Odió cada una de las marcas de talco que dejaban sus pisadas en el escenario. Habría deseado ver cómo se partía la crisma de un resbalón, como ocurrió aquel día años atrás, pero ya había aprendido la lección y siempre usaba ese sedoso polvo blanco para asegurar su caminar. Frágil pero a su vez resentida, ella, mezquinamente tierna, irrumpió con la delicadeza de una orquídea blanca en un jardín de claveles rojos. Sus pasos... oscilaban a derecha e izquierda, para realzar el movimiento de sus caderas. Cinco pasos, cinco miradas afiladas, cinco deseos de muerte.

Las dos, detenidas en el centro del escenario, en la marca del suelo donde los focos mejor iluminaban sus cuerpos. No una frente a la otra; ella de espaldas a Él, mirada negando a mirada.

Sonó el violín, homenaje a Troilo, “Romance de la ciudad”. Bailarines atravesaron el escenario. En un giro brusco, ambas se encararon al público, y comenzaron a hablar con la voz de un espíritu desesperado y la de una garganta ajada por el tabaco.

Él - Como se entrega la lluvia de verano
Ella - a la tierra dura,
Él - que madura el sol...
Ella y Él - así te diste tú.

Pasos suaves, alrededor de sus marcas.

El - Y yo... tuve la suerte de encontrarte
Él - como el viento a la vela... en una calma.
Él - Supe cuando te vi que eras mi vida
Él - llegando tarde, pero al fin... llegando.
Ella - Y en tu tiempo de notas repetidas
Ella - cantamos juntos la canción eterna.

Cambiaron de posición. Él, girando, se adelantó y ella, floreando, se situó un poco más atrás.

Ella y Él - La ciudad hizo un trío de romance
Ella y Él - y ubicó los lugares de la acción:

Se miraron con tenso respeto.

Ella - Corrientes y Florida, los carritos,
Él - la esquina de Entre Ríos y Pavón...
Él - Lo nuestro fue tremendo pero breve:
Ella - un verso que el poeta no acabó.

Ella aleteó dulcemente el brazo derecho dejando su mano izquierda pegada al corazón, y volvió adelante. Él se colocó a su espalda ligeramente a la izquierda, deslizando su caminar en dos armónicos y largos pasos.

Ella y Él - La ciudad tiene prisa y nunca duerme...
Ella y Él - ¡porque lleva el adiós junto al amor!

...

Los acordes se detuvieron, el público estalló, los palcos ardían en olés, gritos, bravos, y el gallinero en emoción, incrédulos todos por lo que acababan de presenciar. El estruendo de los aplausos, casi ahogó el sonido de la cortinilla musical del entreacto.

Ambas saludaron, inclinándose respetuosamente hacia el público. Se cruzaron las miradas fugazmente. Ella corrió a la izquierda a cambiarse de ropa, y él, caminando pausadamente sobre sus tacones manchados de talco, se dirigió a la derecha a ponerse otros de zapatos tras el telón, pero... mientras lo hacía, dirigió fijamente su mirada al tercer asiento de la fila octava.

El público lo sabía, Él tenía plena seguridad de ello. Todos estaban allí por eso. Todos percibieron ese leve giro de su cuello y esa mirada fija hacia el asiento vacío. Todos sabían cómo ella le había arrebatado a su hombre, a traición, con la sonrisa maquiavélica de una amiga inocente, a su amante, a su compañero. Cuánta amargura acumulaba, cuánta rabia contenida. No pudo resistir; al atravesar la cortina, Él lloró, de nuevo. Él, que manejaba a los hombres como se le antojaba, lloró y odió, y recordó el amor. Y pensó en su muerte, en el cuerpo de su amado yaciendo, sin vida, en la cama de ella...

Se ha consumado el primer tango. Continúa sonando la orquesta. La cortinilla musical gana en intensidad, y el telón se despliega esperando acontecimientos. Los aplausos ceden paso al murmullo del público, por donde sobrevuela la incertidumbre. Nadie, ni esa presencia ausente en la butaca vacía, tiene la certeza de si la mirada que ambas se dirigieron durante el estribillo fue de respeto, de perdón o de rencor.

Ya entre bastidores, comparten camerino…

Fin.

  

Final abierto. Ahora ambas están en el camerino… ¿Qué creen que ocurrirá? ¿Qué se dirán? ¿Se "acuchillarán"?... ¿Quién sabe? Incluso es posible que se echen flores, la una a la otra... ¡Parece que el tiempo no pasa por ti!... ¡Has cantado como nunca!... Opinen, pero si se han fijado, este relato está hecho del mismo material con el que se construyen los tangos. Un tango que habla de tangos. Espero que lo hayan disfrutado tanto leyéndolo como yo escribiéndolo... ¿Quieren segunda parte?

Un saludo, Damas y/o Caballeros.

P.d.: Mi más hondo agradecimiento a las tres mujeres que me han ayudado a darle forma, ellas saben quienes son. Añadir que suelo ilustrar los relatos con fotografías propias, pero en este caso no encontraba una que se adecuase al texto. ¿Como lo he resuelto? He pedido ayuda a mi amiga e ilustradora profesional Carmen Romo (curiosamente vive en otra Córdoba), que ha hecho un trabajo excelente, ¿no creen?. Como siempre, votos (abajo, pulsando sobre las estrellitas) y comentarios pulsando en el enlace a la izquierda del título, gracias.

Smile