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Río de la Plata, “La Cochera”. Córdoba.
Dos mujeres con voz de humo y desesperación cantaban tangos y lamentos en un pequeño teatro. Entre bastidores se confiesan sus amores perdidos…
La cortina se abrió lentamente. Mientras, los acordes de un bandoneón gemían compases espaciados para tomar el pulso al publico.
A la derecha del escenario, una de las dos apartando la cortina lo justo para alcanzar a ver el patio de butacas y las gradas, Ella. Cientos de veces había repetido la misma liturgia. Asomarse, echar una mirada furtiva al público, levantar la vista hacia arriba, fijarse en los canales por donde circulan las poleas y el cableado que mueve la tramoya de los fondos del escenario, santiguarse, respirar hondo, y salir al centro del escenario con paso femenino y seductor. Al otro lado del escenario, una figura fuerte, alta, hermosa y casi masculina, se relajaba fumando un pitillo. Ella era Él. Tabaco de Tucumán, el único que conseguía calmarle los nervios. Siempre, al liarlo, dejaba una marca de carmín rojo en cada en el extremo, marcando con especial pasión en aquel por donde se le prendía fuego. Era su “sello”, y lo usaba. Lo usaba como arma personal, como arma de seducción, para conquistar a los hombres, para ponerlos a sus pies. Se los daba a fumar por la marca roja, y les decía “Es lo mas cerca de mis labios que nunca vas a estar”. Caían como moscas…
“La Cochera”, estaba a reventar. En ese pequeño teatro experimental, con aforo para unas mil personas, independiente, alternativo y situado en el mismísimo corazón de Güemes, en la ciudad de Córdoba, ese día apenas cabía un alma más. Apiñados como sardinas en lata, sentados en los palcos, sentados en las escaleras que descendían al patio, algunos de pie en los laterales. El patio abarrotado de ojos, de sombreros y de plumones. Todo ocupado, todo caldeado, pura expectativa. Todo, menos el tercer asiento de la fila ocho del lado derecho. El mejor de todos, con la mejor perspectiva.
Todos sabían por qué estaban allí, todos esperaban el encuentro, todos sabían su historia, todos querían ver cómo se acercaban. Cómo Ella y ella, cómo ella y Él, se enfrentarían a su pasado, a ese asiento de la fila ocho.
Paró el bandoneón, el murmullo del público cesó, el humo del tabaco de Ella – Él - pareció detenerse también. El director de escena señaló al mozo, y este le pidió el pitillo. Ella miró de reojo al ayudante, pero no se lo dio. Lo tiró al suelo y lo pisó con desprecio. Con el pie izquierdo, avanzó hacia la primera tablilla, impregnada en talco. Cargó el peso en el tobillo y, soltando la bocanada de humo que aún guardaba en sus pulmones, salió al escenario con el derecho. Desde el ala izquierda, arrastró con la mano parte del telón para que el público apreciase el movimiento de los pliegues de la tela de terciopelo rojo al volver a su posición de recogida.
Ella desde su esquina lo vio perfectamente. Para ella, Él pareció entrar a cámara lenta, altiva, segura, rotundamente bella. La odió nada más verla entrar. Odió cada una de las marcas de talco que dejaban sus pisadas en el escenario. Habría deseado ver cómo se partía la crisma de un resbalón, como ocurrió aquel día años atrás, pero ya había aprendido la lección y siempre usaba ese sedoso polvo blanco para asegurar su caminar. Frágil pero a su vez resentida, ella, mezquinamente tierna, irrumpió con la delicadeza de una orquídea blanca en un jardín de claveles rojos. Sus pasos... oscilaban a derecha e izquierda, para realzar el movimiento de sus caderas. Cinco pasos, cinco miradas afiladas, cinco deseos de muerte.
Las dos, detenidas en el centro del escenario, en la marca del suelo donde los focos mejor iluminaban sus cuerpos. No una frente a la otra; ella de espaldas a Él, mirada negando a mirada.
Sonó el violín, homenaje a Troilo, “Romance de la ciudad”. Bailarines atravesaron el escenario. En un giro brusco, ambas se encararon al público, y comenzaron a hablar con la voz de un espíritu desesperado y la de una garganta ajada por el tabaco.
Él - Como se entrega la lluvia de verano Ella - a la tierra dura, Él - que madura el sol... Ella y Él - así te diste tú.
Pasos suaves, alrededor de sus marcas.
El - Y yo... tuve la suerte de encontrarte Él - como el viento a la vela... en una calma. Él - Supe cuando te vi que eras mi vida Él - llegando tarde, pero al fin... llegando. Ella - Y en tu tiempo de notas repetidas Ella - cantamos juntos la canción eterna.
Cambiaron de posición. Él, girando, se adelantó y ella, floreando, se situó un poco más atrás.
Ella y Él - La ciudad hizo un trío de romance Ella y Él - y ubicó los lugares de la acción:
Se miraron con tenso respeto.
Ella - Corrientes y Florida, los carritos, Él - la esquina de Entre Ríos y Pavón... Él - Lo nuestro fue tremendo pero breve: Ella - un verso que el poeta no acabó.
Ella aleteó dulcemente el brazo derecho dejando su mano izquierda pegada al corazón, y volvió adelante. Él se colocó a su espalda ligeramente a la izquierda, deslizando su caminar en dos armónicos y largos pasos.
Ella y Él - La ciudad tiene prisa y nunca duerme... Ella y Él - ¡porque lleva el adiós junto al amor!
...
Los acordes se detuvieron, el público estalló, los palcos ardían en olés, gritos, bravos, y el gallinero en emoción, incrédulos todos por lo que acababan de presenciar. El estruendo de los aplausos, casi ahogó el sonido de la cortinilla musical del entreacto.
Ambas saludaron, inclinándose respetuosamente hacia el público. Se cruzaron las miradas fugazmente. Ella corrió a la izquierda a cambiarse de ropa, y él, caminando pausadamente sobre sus tacones manchados de talco, se dirigió a la derecha a ponerse otros de zapatos tras el telón, pero... mientras lo hacía, dirigió fijamente su mirada al tercer asiento de la fila octava.
El público lo sabía, Él tenía plena seguridad de ello. Todos estaban allí por eso. Todos percibieron ese leve giro de su cuello y esa mirada fija hacia el asiento vacío. Todos sabían cómo ella le había arrebatado a su hombre, a traición, con la sonrisa maquiavélica de una amiga inocente, a su amante, a su compañero. Cuánta amargura acumulaba, cuánta rabia contenida. No pudo resistir; al atravesar la cortina, Él lloró, de nuevo. Él, que manejaba a los hombres como se le antojaba, lloró y odió, y recordó el amor. Y pensó en su muerte, en el cuerpo de su amado yaciendo, sin vida, en la cama de ella...
Se ha consumado el primer tango. Continúa sonando la orquesta. La cortinilla musical gana en intensidad, y el telón se despliega esperando acontecimientos. Los aplausos ceden paso al murmullo del público, por donde sobrevuela la incertidumbre. Nadie, ni esa presencia ausente en la butaca vacía, tiene la certeza de si la mirada que ambas se dirigieron durante el estribillo fue de respeto, de perdón o de rencor.
Ya entre bastidores, comparten camerino…
Fin.
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