Allí estaba, algo aturdido, con las muñecas doloridas y un tremendo dolor de cabeza que me hacía contraer la mejilla izquierda cuando intentaba levantar la mirada para calcular el tamaño de la habitación donde me encontraba encerrado y maniatado.
No sabía cómo había llegado hasta esa sucia sala, tan solo recordaba haberme levantado de la cama junto a ella y haberle servido una copa, ron, cola y dos cubitos de hielo; El mío seco, sin nada, nunca me ha gustado alterar con mierdas el sabor de un buen Legendario.
Joder, caí en la cuenta: “El único momento que la perdí de vista fue mientras me dirigía a la cocina a buscar una rodaja de limón para mi copa. La muy puta algo puso en la bebida. Cabrona!!!”. Con tanta coca y drogas de diseño al alcance, probablemente alguna de sus expertas colegas de profesión le mezclase una “fórmula magistral”. No se pasó con la dosis y afortunadamente seguía vivo, no como otros cadáveres que había examinado en el depósito.
Estaba dentro del Groucho, esperándola. El local parecía una cacería en la jungla, machos y hembras estudiándose y acechándose, infestada de pijos con cara de gallitos y espectaculares hembras. Si no hubiese estado de servicio y con uno de mis compañeros atento a la emisora que llevaba disimulada bajo la gabardina, quizá yo mismo le hubiese entrado a la morena alta, de pelo rizado y carita de ángel, que estaba bailando justo debajo de la bola de espejos que había en el centro del local.
Un tirón de mi compañero y entendí que teníamos que salir apresuradamente. A la salida iba rozándome con toda la gente que lo atestaba y por un momento estuvo a punto de caérseme al suelo la 9 mm parabellum que llevaba oculta en mi axila derecha. Al palparme para asegurarme que aún estaba allí noté que el ante de la chaqueta estaba ligeramente humedecido. Demasiado aceite al engrasarla el día anterior.
Iba manifiestamente borracha y el gorila de la puerta no la dejo pasar. Que suerte la nuestra, toda la noche persiguiéndola y siempre se nos escurría entre las manos.
Supuse que aparecería por la Taberna Muralla Antigua, pintoresco local al que según los informes que teníamos solía asistir a escuchar los recitales de flamenco que ofrecía el dueño de la tasca a sus clientes. En cambio el tercer número del equipo nos avisó que la había seguido hasta el Fontana, donde al parecer se había encontrado con el capo. El local estaba apenas a dos minutos de donde nos encontrábamos y llegamos mientras aún están haciendo la cucaracha la stripper y su pareja. Amenizaban la noche distrayendo a los clientes con el contoneo de sus cuerpos, embadurnados en una especie de grasilla dorada con trazos blanquecinos que, iluminados por la luz negra del local, hacía que brillasen cómo luces de neón y fuegos artificiales.
Operada, pero bueno, que se le iba a hacer. La chica bailaba balanceando su cadera y sus pechos, hacía girar las borlas que llevaba adheridas a los pezones en sentido de las agujas del reloj y, de postre, usando el truco del lorito naciendo de su vagina. Él, musculado, contentaba al público femenino haciendo girar su miembro colgón a derecha o izquierda en función de los gritos de las enloquecidas mujeres del local.
Me concentré en buscarla entre la turba y la encontré junto a la barra, frente al tirador de cerveza. Fue la primera vez que vi al capo. Por la fotografías supuse que iba a ser más alto. Bajito, con pantalones vaqueros, chaqueta de pana azul, y apariencia de tipo corriente, nada hubiese indicado que era el peligroso traficante que con pasmosa frialdad supuestamente había ordenado la eliminación de la incómoda competencia.
“Carajo, que es eso…” Me había distraído y mientras estaba de espaldas el mariconazo del gogo me había puesto su rabo en la mano. Ni lo vio venir, el rodillazo le reventó las pelotas y el gancho de abajo a arriba le hizo saltar varios dientes. “Nadie me hace eso a mí, hijo de puta.” Me echaron del local con cajas destempladas, pero a menos ella se fijó en mí. El capo… también.
Llegué tarde al Ánima. No estaba en la barra pero tenía la esperanza de encontrarla en el saloncito interior, donde un trio de músicos de jazz interpretaba con desenfado unas piezas Duke Ellington. Me había dicho que nos veríamos allí al día siguiente mientras, tras mirarme callada e inténsamente a los ojos, me dejaba apresuradamente escapar por la vereda que daba al camino del río Pudio. Me dijo: “Sacúdeme fuerte, que parezca que me he resistido”. Me dolió a mi más que a ella…
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